miércoles, 12 de noviembre de 2008

Se cayó de la cruz.

Nunca supo que había estado crucificado hasta que se cayó de la cruz. Incrédulo, no reaccionó de inmediato, no asimilaba lo ocurrido. Solo tiempo después se dió cuenta que la caída se había anunciado pero que igual lo había tomado desprevenido. Y es que, clavado en la cruz, vivía absorto en la bondad de su entrega, aunque también en el dolor de su cuerpo. A veces estaba contento. Si no lograra redimir a nadie al menos estaba cumpliendo con su deber. Y, en cualquier caso, eso era bastante. Otras veces, sin embargo, el dolor lo dominaba y el sacrificio le parecía inútil, entonces la tristeza y la desesperanza le oprimían el corazón y reclamaba morir. O, por lo menos, anhelaba un cambio. Poco a poco, los clavos que lo sujetaban a la cruz comenzaron a aflojarse. Quizá fuera la acción del tiempo y el desgaste de su cuerpo y hasta del propio metal. Pero un día como cualquier otro se cayó. Y se cayó, pesadamente, sobre su costado. Ahora la espalda le dolía intensamente. Se incorporó con lentitud, se cogía la espalda, como impidiendo que se mueva, para evitar el dolor. Finalmente pudo pararse. Pero su libertad de movimientos le era extraña. Siempre había estado en el mismo sitio, en la cruz. Con el cambio estaba triste y desorientado. Se repetía, para poder creerlo, que había vivido crucificado. Pero, en realidad, no terminaba de darse cuenta. ¿Tendría que sentir pena por su vida pasada o debería pensar en el futuro?... No podía contestar. Y además no tenía nada que hacer. Entonces, en una inspiración que atribuyó a la memoria de su especie, se le ocurrió orar. No sabía a quién dirigir su oración pero eso no le importó pues en verdad quería escuchar sus deseos. Comenzó a decir: "vida que me tienes sin ser mía, te ruego que no te vuelvas contra mí, permíteme hallar mi destino, ayúdame a encontrar a los otros, a esas personas que quiero pero que no logro hacer entrar en mi corazón. Aparta de mí la tentación del sacrificio y del silencio. Líbrame del mal humor. Hazme hablar. Para creer, dame tu bendición. Y déjame confiar. Y yo, por mi parte, te prometo aceptar la tristeza cuando se apoderé de mí. Hablaré con ella. Escucharé sus reclamos. No seré sordo a su sabiduría. Pero me quedaré con ella solo hasta cuando tenga algo que decirme. No le tendré miedo, no me detendrá, tampoco seré compasivo. Entonces, te invoco vida, date cuenta que solo te pido que seas mía"
Sintió que siempre había conocido a la voz que había dicho esas palabras. Le parecían lógicas. Pero otra voz le decía "¡imbécil! súbete a la cruz, terminemos de una vez". Volvió a repetir su oración. Le parecía impecable. Pero por si acaso, añadió: destino ¡dame fuerzas! ; suerte ¡séme propicia!; justicia, ¡muéstrame tu obra! Vete tragedia, fuera horror.
Por Gonzalo Portocarrero.